Lo hibernados y otros cuentos
Manuel Barros
ediciones del hombre cohete. 2017
200 x 135 mm.
130 págs.
12 euros
(leer inicio)
Evangelina Schwartz
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Prólogo por
La mayor parte
de los relatos de este libro están escritos en primera persona. Esto nos podría
sugerir la idea de que encontraremos en cada uno de ellos un protagonista en
sentido cabal, eso que los griegos llamaban “el primero en la lucha”. Pero
Manuel Barros ha decidido seguir la tónica de los héroes inocuos e
insustanciales. Sus criaturas son sujetos pasivos, bamboleados por las
circunstancias y por la fuerte e implacable personalidad de sus antagonistas. A
los primeros ni siquiera los podemos reconocer por sus nombres. No lo tienen. A
los segundos, sí. De hecho, los nombres de estos titulan los cuentos. Con este
juego de suplantación, la voz del narrador se empequeñece tal y como se
empequeñece también el personaje que representa. Porque el principal rasgo de
este anonimato es la irresistencia, la aceptación absoluta de los deseos y
órdenes del otro. Sin obtener ninguna contrapartida a cambio, tan solo una
especie de amodorramiento que hace soportable la situación. La narración toma
así el punto de vista de un subordinado, la de una mirada determinada
absolutamente que ve y siente el mundo desde abajo y con los ojos de otro.
En sus
cuentos, este poder suele ser familiar, instaurado sobre la base de una
relación ancestral como la de los hermanos y cónyuges. Relación que todos
aceptamos por natural, pero que es, en realidad, la condición que hace posible
la dominación. La idealización de la misma nos oculta la crueldad y la
violencia que se dan en ellas. El terror está en las cosas domésticas. Por eso
nos resulta tan difícil verlo. Más bien nos rendimos ante su lógica y la damos
por sentado.
Los personajes
se mueven en espacios cerrados. Silos, áticos, cápsulas herméticas, sótanos,
cuevas subterráneas encierran los movimientos de estos. Lugares en los que los
vigilantes dan rienda suelta a sus temores y obsesiones. Pero que a la vez
funcionan como un área reservada y protectora de los vigilados. Jaula y
parapeto. Cerco y jardín. Mazmorra y torre de marfil. Este tándem de
desconfianza-protección se extiende a lo largo de las historias para
impregnarlo todo. Hasta el punto de que toda la naturaleza muerta está manchada
de esta viscosidad enfermiza y retardadora. Excepto los animales, que son
metáforas de cierta alegría. Gusanos de seda, abejorros, palomas hambrientas,
caniches, chihuahuas, dálmatas, purasangres encajonados, un colibrí libador de
pezones, chimpancés y terneros, un canario atiplado, un murciélago trepador,
una salamanquesa escupidora, pulgones y libélulas, culebras y galápagos, topos
y lombrices, cangrejos y sapos, barbos e iguanas, hormigas presas de pánico,
anguilas y salamandras configuran el zoo que Manuel Barros tiene en su cabeza.
Los animales hacen agradable el mundo de los protagonistas y, en cierto modo,
del lector, pues incorporan el colorido necesario a las escenas grises que
concurren en la narración.
Aunque lo
cierto es que estos cuentos son esencialmente pesimistas. No en sentido
psicológico sino en sentido metafísico. La convicción filosófica de que la
especie humana es irremediable es la que mina paulatinamente la conciencia del
lector; y no una idea surgida caprichosamente de un estado de ánimo en
particular. Porque la verdad soterrada en la escritura de estos cuentos es el
sinsentido, la inutilidad de los actos humanos. Este es el auténtico terror.
Evangelina
Schwartz
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